En una destartalada imprenta de Shangai una vieja Heidelberg de dos colores mancha, día y noche, desde hace seis meses, papeles de 50x 70 centímetros. Cada mañana, los guillotinadores los cortan en pequeñas papeletas , las doblan por la mitad y le dan un punto de cola para esconder su contenido. En Beirut, Nairobi, Dublín, Oslo, en todo el mundo, técnicos de artes gráficas trabajan sin descanso en la misma tarea. Imprimen papeletas con el nombre y el apellido de cada ciudadano.
En los complejos siderometalúrgicos de Alemania y Estados Unidos los operarios han vivido meses a correturnos para finalizar las piezas de un bombo, como el de la lotería, pero de tamaño gigantesco. Esta noche, mientras duermes, un ejército de ingenieros ensamblará las piezas del bombo frente a tu casa y lo llenaran con las más de seis mil millones de papeletas impresas. Una por cada habitante de la tierra.
Mañana, cuando salgas a por el pan, el bombo estará girando frente a tu puerta. Un señor, de negro, se acercará a ti y te hará una sola pregunta: “ Tú, que tanto te quejas, ¿quieres sacar una papeleta y cambiarte por la persona cuyo nombre aparezca impreso en ella?
En ese mismo momento, un niño soldado, una mujer explotada, un refugiado de una guerra olvidada o cualquiera de los tres mil millones de pobres del planeta estarán rezando para que des el paso. Tenemos suerte de haber nacido en una sociedad rica y civilizada. Esquiva al señor del bombo y olvida esta columna.
O no.
Publicado en El Diario Vasco, el texto y la foto es de Guille Viglione, publicista de San Sebastián que mantiene absolutamente innecesario. Visto, una vez mas, en menéame.
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