El conserje les dio una habitación en el segundo piso, pequeña, decorada con la funcional elegancia de las cadenas hoteleras. Dejaron caer las maletas, exhaustos tras el vuelo de ocho horas. Ella entró en el cuarto de baño y él se quedó en mitad de la habitación sin saber qué hacer, si sentarse en el borde de la cama, si quitarse los zapatos.
Se habían conocido durante las vacaciones. Ahora estaban de regreso. Aquella era sólo una parada intermedia. A la mañana siguiente ella tomaría otro avión y él un tren que los llevarían a sus respectivas ciudades de residencia.Llamó a la puerta del baño y ella lo invitó a pasar. La encontró examinando el kit de productos de aseo del hotel. Los tomaba y observaba uno a uno para luego devolverlos a su lugar, sonriendo como una niña. Le encantaban esos regalos de pequeños frascos de gel y champú, jabón, gorro de ducha, cepillo de dientes y servilletas empapadas en colonia que los hoteles ofrecen a sus clientes.
Como él había podido comprobar en las semanas anteriores, le producían un placer cálido, en cierto modo comparable a un recibimiento con los brazos abiertos. Ella cogió una pastilla de jabón de glicerina cuyo envoltorio rasgó con cuidado.-¿Tienes hambre?, preguntó él.
Ella olía el jabón y tardó unos instantes en responder, como siempre hacía ante las preguntas simples -¿Has descansado bien? ¿Te gusta ese helado?-, como si necesitase de una breve reflexión, un preguntárselo a sí misma.-Sí, tengo hambre.
Ahora parecía encontrarse mejor. Hacia el final del vuelo se había sentido mareada. El aeropuerto estaba cubierto de niebla. Habían tenido que permanecer una hora trazando círculos sobre la ciudad, hasta que la visibilidad mejoró. Él había agradecido la demora, que les permitía estar juntos un poco más.-Voy a llamar al servicio de habitaciones. ¿Qué te apetece?-Cualquier cosa... y una Coca-Cola.
Cuando él marcó el número, una voz masculina le informó sintiéndolo mucho de que el servicio de habitaciones no funcionaba los domingos.-Podemos salir, propuso después de colgar.Ella torció la nariz mientras se desprendía de los zapatos.
-Estoy demasiado cansada. ¿Qué hay en el mueble-bar?-Nada apetecible. ¿No quieres estirar las piernas?-Ve tú. Yo puedo esperar al desayuno.
-No sé.
No quería dejarla sola.
-Vamos, vete, lo animó ella.Realmente estaba hambriento.
-No tardaré, prometió. Buscaré algún sitio donde preparen comida para llevar y te traeré algo.
-Y una Coca-Cola.Él ya estaba poniéndose la chaqueta.
-Puedes llevarte la llave, se despidió ella entrando de nuevo al cuarto de baño.Al igual que le había ocurrido cuando aterrizaron en el aeropuerto, le sorprendió el frío del exterior.
Varias de las personas con que se cruzó vestían ya ropa de invierno, lo que no contribuyó a mejorar su humor precisamente. No tardó en dar con un sitio abierto. Compró unos bocadillos y unos refrescos. Una triste cena para su última noche. Nada que ver con el sabor a manzanas dulces que la combinación de naranjas y champán crea en la boca, otro descubrimiento de aquellas vacaciones.
Su próximo encuentro, a varios meses vista en el futuro, le parecía más que lejano: improbable; y los frágiles contactos que mediarían hasta entonces, por email o teléfono, ruines e insatisfactorios.En el camino de regreso al hotel aceleró el paso.Cuando entró en la habitación, ella tomaba un baño. Descansaba con la nuca apoyada sobre el borde esmaltado.
-Hola, dijo cuando lo oyó entrar, y sonrió. Luego añadió:-Te estaba esperando. Has tardado muchísimo.
Y volvió a sonreír.
Él no necesitó que le dijera más. Se desvistió de inmediato. Las ropas arrugadas y polvorientas, puestas y vueltas a poner demasiadas veces durante los días anteriores, cayeron al suelo. La bolsa con la cena quedó olvidada en un rincón.
Se metió en la bañera. El nivel del agua subió hasta casi desbordarse. Estaban frente a frente. Él tenía que permanecer con las piernas flexionadas, un tanto incómodo.Entre risas, ella tomó la pastilla de jabón de glicerina y comenzó a frotarle. Él se dejó hacer. Cerró los ojos. Ella le frotó el cuello, detrás de las orejas, la cara, el mentón áspero con barba de dos días, las axilas, el pecho, los muslos y entre las piernas, y a continuación se arrodilló para estar más cómoda, derramando algo de agua al moverse, y acercó su boca a la de él con la disculpa de lavarle la espalda.
-Ahora tú, dijo luego, tendiéndole la pastilla de jabón.
Él la imitó, ayudándola a lavarse. Mientras tanto ella también cerró los ojos, riéndose cuando él se detenía más de lo necesario en alguna parte de su cuerpo. A veces el jabón se le resbalaba de las manos y encontrarlo en el agua espumosa se convertía en un juego fascinante.
Tras finalizar su aseo cambiaron de postura. Ella se recostó contra el pecho de él. Descansaron así. Las yemas de los dedos arrugadas y las uñas blanquísimas. Las respiraciones sincronizadas. Los dos en silencio.
Ella volvía a sostener la pastilla de jabón, escurridiza, fragante y dorada, que les había liberado de la suciedad del viaje. Se la acercaba a la nariz para disfrutar de su aroma, y le entristecía notar cuánto había mermado su tamaño.
Imagen: Mujer en la bañera, de Antonio López
Relato de Jon Bilbao, en Público
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