Un día, mientras daba mi paseo matinal escuchando la radio, el receptor cambió él solo de emisora al pasar por delante de un edificio, y no recuperó la anterior hasta que salimos de su influencia. Durante los días siguientes, sucedió la misma rareza, que yo acabé aceptando como una de tantas situaciones que carecen de explicación racional. Pero una mañana, de repente, se me ocurrió la posibilidad de que no fuera la radio la que cambiara de emisora, sino yo el que cambiara de identidad. Si los aparatos de radio sufren interferencias, ¿por qué no va a padecerlas el cerebro, que funciona también a base de impulsos eléctricos? De hecho, con más frecuencia de la deseable decimos cosas o ejecutamos actos en los que no nos reconocemos, como si el vecino de arriba, que tiene muy mal carácter, hubiera producido unas ondas excepcionalmente fuertes que quizá contaminan el nuestro. Si con el mando a distancia, que funciona a pilas, somos capaces de cambiar de canal el televisor de la casa de al lado, ¿cómo no vamos a poder con las ondas cerebrales, que son potentísimas, alterar el comportamiento de un cerebro que se encuentra a siete u ocho pasos del nuestro?
El caso es que desde entonces, cada vez que pasaba por delante del edificio donde la radio cambiaba aparentemente de emisora, me detenía unos instantes y cerraba los ojos, intentando averiguar a quién pertenecía aquella identidad que intentaba ocupar parte de la mía. Al principio me hacía gracia esa penetración de la que me sentía objeto, pero cuanto más tiempo pasaba frente al misterioso edificio, más invadido y violentado me sentía. Comenzó a darme miedo y ahora paso por la acera de enfrente, donde no se produce ninguna interferencia. Pero siempre me pregunto, no sin nostalgia, quién sería ese otro (o esa otra) cuyo encéfalo emitía en la misma onda que el mío.
Texto: Juán José Millás, en El País
Imagen: Antivoyeur
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