Todo el bloque sabe que el matrimonio de Israel y Palestina se rompió hace años, por más que sigan viviendo bajo el mismo techo. Todo el vecindario sabe que Israel es un maltratador y que, de cuando en cuando, propina una paliza a Palestina. Ella se rebela un poco, pero es incapaz de hacer frente a la fuerza física de su marido.
Los vecinos de la pareja escuchan, a través del tabique, sus broncas y sus golpes. Ya sabes cómo es esto, las paredes son de papel y, en los barrios tan pequeños como éste, todo se acaba sabiendo. Ya se arreglarán, dicen algunos, es un asunto privado, no debemos inmiscuirnos. Los vecinos más cínicos farfullan: algo habrá hecho. Los más atrevidos, cuando se cruzan con Israel en el ascensor, susurran un venga, hombre, tienes que calmarte. Pero Israel no se calma, porque Israel, todo el mundo lo sabe, está enfermo de odio.
Lo de esos dos fue un matrimonio de conveniencia, sin amor ni pasión, y esas historias raramente tienen un final feliz. Eran de caracteres muy distintos, como tantas otras parejas, solo que ellos no supieron adaptarse. La convivencia siempre es difícil, qué te voy a contar, lo que ayer era hermoso hoy es insoportable. Y si un día Israel asesta un mal golpe a Palestina y acaba con ella, los vecinos se lamentarán, dirán que se veía venir, ay, Dios mío, porque siempre andaban a la gresca, y hacía ya muchos años que se habían perdido el respeto.
Israel es un enfermo violento y acomplejado que sublima a golpes la frustración de no ser quien quiere ser, de no poseer lo que ansía poseer. Palestina sólo quiere vivir, pero no sabe cómo, y se revuelve y patalea. Y, como pasa siempre en estos casos, quienes pagan los platos rotos son los niños, cuyo llanto se escucha, cada noche, en todo el vecindario.
Texto: Jose A. Pérez, en Público
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